Juist era como cualquier otro rincón alemán miniaturizado y lentificado.
Su natural fisonomía imponía racionalizar el espacio, rentabilizándolo. Las
calles se trazaban bajo un riguroso orden, paralelas y regulares. En los
hoteles se evitaba el uso de muebles inútiles abundando los anaqueles
suspendidos en el aire. Incluso se prescindía del baño en el interior de las
habitaciones obligando a los inquilinos a formar cola en los pasillos.
La estrechez apenas era perceptible, la paliaba el riguroso mimo en los
detalles. El viento impartía lecciones musicales componiendo sinfonías con el
roce de las campanillas de metal que colgaban de los árboles mientras la luna,
en complicidad con las farolas, jugaba extendiendo sombras chinescas en las
fachadas de las casas. El escaparate de la cerería en penumbra exhibía un gran
cirio encendido con luz eléctrica que emitía una tenue fluorescencia glauca, ilusoria
materialización de aromas. Al final de la calle, en el Restaurant, las
ventanas con atuendos nupciales, blancas muselinas, dejaban ver el interior:
las mesitas vestidas con hilo, lino o algodón, fijas bajo lamparitas de cristal
rojo de Bohemia, tintaban las paredes de rosas irisaciones; las velas prendidas
estratégicamente dispuestas; el suelo de tarima cubierto de alfombras; las
paredes enteladas con estampados liliputienses, hacían del lugar un espacio
rescatado de una ensoñación. Por algo los habitantes de aquel lugar de la
Frisia oriental, llamaban a Juist, Tierra Encantada.
Durante los días sucesivos el tiempo se medía en un reloj de arena.
Cuanto más se aceleraba su corazón más se paralizaban los minutos. Ciertamente
los encuentros se producían de forma natural, sin cita previa, como itinerarios
coincidentes, bifurcaciones que confluían en un mismo lugar, en una misma
sincronía.
Al caer la tarde encontraba a Richter en la esquina de Haupstrasse, en
la misma acera del cine, entre la hilera de cochecitos de caballos que
esperaban ser alquilados, incluso en la
playa, huyendo de la multitud de las calles encontraba en lontananza su silueta
entre los senos de arena, rompiendo la línea del horizonte. Cuando lo divisaba,
fingía estar distraída, pero a medida que los encuentros se sucedían, aquella
contención de otras veces se deshacía en un gozo infinito cuando intuía su
presencia siguiéndola a distancia cómplices ambos de un juego pueril.
Aquel día lo divisó al alba, con su borsalino de fieltro, el abrigo de
paño marino y su ancho y largo pañuelo alrededor del cuello cuyos extremos
suspendía el viento en el aire. En el azul del cielo, la naturaleza trazaba con
tiza figuras animales, paisajes de montañas nevadas, encrespadas olas;
fantasmagóricas imágenes surgidas del inconsciente que adquirían proteicas
formas, naves a la deriva, seres mitológicos, palacios de cristal.
Y
en medio de todo ello, como materialización de un sueño, se encontraba él, tal
como lo hubiese imaginado, con esa calma sosegada fruto de la introspección. La
miró mientras se acercaba.
—Te
estaba esperando —le dijo con voz profunda y sonora cuya resonancia
permanecería por siempre indeleble en su pensamiento. Sabía que vendrías. Todo
el que busca algo otea el horizonte.
—Me
busco a mí misma. Es difícil encontrarse en medio de tanta gente.
—Llegué a pensar que eras a mí a quien
buscabas —dijo a media voz—.
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