7 may 2013

JUIST

    Juist era como cualquier otro rincón alemán miniaturizado y lentificado. Su natural fisonomía imponía racionalizar el espacio, rentabilizándolo. Las calles se trazaban bajo un riguroso orden, paralelas y regulares. En los hoteles se evitaba el uso de muebles inútiles abundando los anaqueles suspendidos en el aire. Incluso se prescindía del baño en el interior de las habitaciones obligando a los inquilinos a formar cola en los pasillos.
     La estrechez apenas era perceptible, la paliaba el riguroso mimo en los detalles. El viento impartía lecciones musicales componiendo sinfonías con el roce de las campanillas de metal que colgaban de los árboles mientras la luna, en complicidad con las farolas, jugaba extendiendo sombras chinescas en las fachadas de las casas. El escaparate de la cerería en penumbra exhibía un gran cirio encendido con luz eléctrica que emitía una tenue fluorescencia glauca, ilusoria materialización de aromas. Al final de la calle, en el Restaurant, las ventanas con atuendos nupciales, blancas muselinas, dejaban ver el interior: las mesitas vestidas con hilo, lino o algodón, fijas bajo lamparitas de cristal rojo de Bohemia, tintaban las paredes de rosas irisaciones; las velas prendidas estratégicamente dispuestas; el suelo de tarima cubierto de alfombras; las paredes enteladas con estampados liliputienses, hacían del lugar un espacio rescatado de una ensoñación. Por algo los habitantes de aquel lugar de la Frisia oriental, llamaban a Juist, Tierra Encantada.


    Durante los días sucesivos el tiempo se medía en un reloj de arena. Cuanto más se aceleraba su corazón más se paralizaban los minutos. Ciertamente los encuentros se producían de forma natural, sin cita previa, como itinerarios coincidentes, bifurcaciones que confluían en un mismo lugar, en una misma sincronía.
      Al caer la tarde encontraba a Richter en la esquina de Haupstrasse, en la misma acera del cine, entre la hilera de cochecitos de caballos que esperaban  ser alquilados, incluso en la playa, huyendo de la multitud de las calles encontraba en lontananza su silueta entre los senos de arena, rompiendo la línea del horizonte. Cuando lo divisaba, fingía estar distraída, pero a medida que los encuentros se sucedían, aquella contención de otras veces se deshacía en un gozo infinito cuando intuía su presencia siguiéndola a distancia cómplices ambos de un juego pueril. 
     Aquel día lo divisó al alba, con su borsalino de fieltro, el abrigo de paño marino y su ancho y largo pañuelo alrededor del cuello cuyos extremos suspendía el viento en el aire. En el azul del cielo, la naturaleza trazaba con tiza figuras animales, paisajes de montañas nevadas, encrespadas olas; fantasmagóricas imágenes surgidas del inconsciente que adquirían proteicas formas, naves a la deriva, seres mitológicos, palacios de cristal.
    Y en medio de todo ello, como materialización de un sueño, se encontraba él, tal como lo hubiese imaginado, con esa calma sosegada fruto de la introspección. La miró mientras se acercaba.
 —Te estaba esperando —le dijo con voz profunda y sonora cuya resonancia permanecería por siempre indeleble en su pensamiento. Sabía que vendrías. Todo el que busca algo otea el horizonte.
 —Me busco a mí misma. Es difícil encontrarse en medio de tanta gente.
—Llegué a pensar que eras a mí a quien buscabas —dijo a media voz—. 

 María Romo, Juist, p. 31-33,  Ediciones Consulcom, 2012

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