20 may 2013

UNA HISTORIA INTRASCENDENTE

   

        Ela siempre tuvo el pelo cano, desde los treinta, bañado de olas regulares que rompían en la nuca. Era alta y delgada antes de volverse enjuta y seca y calzaba siempre tacones gruesos, medianos de altura; incluso en casa, cuando se ataba el delantal cuadriculado a la cintura y descamaba acedías sobre la pila de granito. Al andar, mantenía los hombros paralelos y el cuerpo entero en prodigioso equilibrio vertical. Solamente de centenaria se la vio silenciosa, sonámbula, surgiendo de la oscuridad con la silueta algo doblada.
    Algunos tramos de aquellos extraños años de mi infancia aparecen luminosos, tan cercanos que aún me parece percibir el olor salado de las tiras de tollos secándose bajo el rulo de la persiana; el puchero silbando sobre el fuego del butano; el jabón verde Lagarto impregnándolo todo, el romero del jarrón chino, las bolitas de alcanfor diseminadas entre las reliquias del arcón, el acre aroma del betún que emanaba del armario del baño.
     En la cocina había un chinero, de donde sisaba terrones de azúcar del interior de un cacharro de latón dorado; su único cajón acumulaba en su interior numerosos trastos de cocina cuya tarea hoy la acaparan aparatos eléctricos; en una de las baldas, accesible, se ordenaba la loza estampada algo desconchada por el uso diario; al amparo de ésta, al fondo, siempre hallaba algún cortadillo, pestiños o rosquillas de anís. Un gran ventanal comunicaba la cocina con el lavadero, y los haces de luz penetraban a raudales, esparciéndose cálidos y brillantes permitiendo divisar el rutinario y pintoresco desfile de prendas multicolor que exhibían sin pudor los tendederos; sentir el ajetreo diario de voces empinadas en el patio y los olores de los peroles y las cazuelas puestas al fuego.
      Al verme llegar me preguntaba escrutándome con los ojillos entornados por qué no había ido al colegio; yo la besaba y sentía aún su piel mojada oliendo al mismo jabón  que más tarde descubriría en aquella isla bonita junto al Grove.
—Llegué tarde y me cerraron la puerta —Contestaba sin mirar aplanándome la falda del uniforme.
    Luego me sentaba en el raído butacón cubierto de pañitos de croché y la observaba mientras apuraba su desayuno: una torta de aceite y su taza de cebada.
 —Hace años que el médico me quitó el café, desde entonces ni lo huelo —pretextaba—.
 Siempre me ofrecía y yo la rehusaba con un mohín de escepticismo. Entonces mi mirada se fijaba al otro lado de la calle, quizás para diluir mi culpabilidad.
     Los árboles de la acera, vigorosos y agigantados, estiraban sus fornidos brazos rascando con la punta de las hojas los cristales. Corría el viento en aquel callejón desamparado y los días de octubre, abril o mayo la lluvia descendía racheada formando sombras aguadas en las ventanas.

    Recuerdo que Ela no dejaba tregua a mi ensimismamiento. Hablaba mucho, de muchas cosas y de nada haciendo uso de una lengua legendaria, que se  asemejaba a la de un país remoto. A menudo, inventaba palabras, o mudaba refranes acoplándolos a su peculiar forma de pensar. Todo lo que la rodeaba parecía pertenecer a un mundo caduco, desahuciado.
   

Fragmento de  Juist "Una historia Intrascendente", p.p.51-53, Ediciones Consulcom, 2012, ISBN: 978-84-93060315     (Publicado en el blog, por petición expresa de Carlos Duclós)

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