Ela siempre tuvo el pelo cano, desde
los treinta, bañado de olas regulares que rompían en la nuca. Era alta y
delgada antes de volverse enjuta y seca y calzaba siempre tacones gruesos,
medianos de altura; incluso en casa, cuando se ataba el delantal cuadriculado a
la cintura y descamaba acedías sobre la pila de granito. Al andar, mantenía los
hombros paralelos y el cuerpo entero en prodigioso equilibrio vertical.
Solamente de centenaria se la vio silenciosa, sonámbula, surgiendo de la
oscuridad con la silueta algo doblada.
Algunos
tramos de aquellos extraños años de mi infancia aparecen luminosos, tan
cercanos que aún me parece percibir el olor salado de las tiras de tollos secándose bajo el rulo
de la persiana; el puchero silbando sobre el fuego del butano; el jabón verde
Lagarto impregnándolo todo, el romero del jarrón chino, las bolitas de alcanfor
diseminadas entre las reliquias del arcón, el acre aroma del betún que emanaba
del armario del baño.
En
la cocina había un chinero, de donde sisaba terrones de azúcar del interior de
un cacharro de latón dorado; su único cajón acumulaba en su interior numerosos
trastos de cocina cuya tarea hoy la acaparan aparatos eléctricos; en una de las
baldas, accesible, se ordenaba la loza estampada algo desconchada por el uso
diario; al amparo de ésta, al fondo, siempre hallaba algún cortadillo, pestiños
o rosquillas de anís. Un gran ventanal comunicaba la cocina con el lavadero, y los
haces de luz penetraban a raudales, esparciéndose cálidos y brillantes
permitiendo divisar el rutinario y pintoresco desfile de prendas multicolor que
exhibían sin pudor los tendederos; sentir el ajetreo diario de voces empinadas
en el patio y los olores de los peroles y las cazuelas puestas al fuego.
Al verme llegar me preguntaba escrutándome con los ojillos entornados por qué
no había ido al colegio; yo la besaba y sentía aún su piel mojada oliendo al
mismo jabón que más tarde descubriría en aquella isla bonita junto al
Grove.
—Llegué tarde y me cerraron
la puerta —Contestaba sin mirar aplanándome la falda del uniforme.
Luego me
sentaba en el raído butacón cubierto de pañitos de croché y la observaba
mientras apuraba su desayuno: una torta de aceite y su taza de cebada.
—Hace años que el
médico me quitó el café, desde entonces ni lo huelo —pretextaba—.
Siempre me ofrecía y
yo la rehusaba con un mohín de escepticismo. Entonces mi mirada se fijaba al
otro lado de la calle, quizás para diluir mi culpabilidad.
Los
árboles de la acera, vigorosos y agigantados, estiraban sus fornidos brazos
rascando con la punta de las hojas los cristales. Corría el viento en aquel
callejón desamparado y los días de octubre, abril o mayo la lluvia descendía
racheada formando sombras aguadas en las ventanas.
Recuerdo que Ela no dejaba
tregua a mi ensimismamiento. Hablaba mucho, de muchas cosas y de nada haciendo
uso de una lengua legendaria, que se asemejaba a la de un país remoto. A
menudo, inventaba palabras, o mudaba refranes acoplándolos a su peculiar forma
de pensar. Todo lo que la rodeaba parecía pertenecer a un mundo caduco,
desahuciado.
Fragmento de Juist "Una historia Intrascendente", p.p.51-53, Ediciones Consulcom, 2012, ISBN: 978-84-93060315 (Publicado en el blog, por petición expresa de Carlos Duclós)
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