27 may 2013

VIDRIO Nº 27

 

 

A la memoria de Carmen Romo


   La calle Vidrio era una calle estrecha y peatonal, con farolillos suspendidos en las fachadas donde refulgían de noche las trémulas luces como llamas de candiles. Sobre sus adoquines rectangulares, sonaban metalizados los pasos de los transeúntes insomnes que la atravesaban en dirección a La Carbonería, la cual debía su nombre al antiguo destino para la que fue construida. Ahora sus paredes vestían su desnudez encalada de blanco con las obras de estudiantes de Bellas Artes que ponían en venta sus cuadros a precio de ganga. Allí se daban cita, bohemios, guiris, hippies trasnochados, estudiantes foráneos en busca del alma de la ciudad y todo tipo de seres variopintos. Entre el resonar de cristales y el murmullo de voces, sentados sobre sillas de enea o poyetes de mampostería forrados de cojines, abrumados por el  humo perfumado de los cigarrillos, se oía el recital de algún aspirante a poeta o se daba lugar a actuaciones de jazz.
  La vida nocturna resonaba hueca en aquella calle donde se iba paulatinamente atenuando el rumor del tránsito estudiantil hasta lograr acallarla apenas unas horas, minutos escasos, poco antes de que los vecinos más madrugadores, vociferasen desde sus balcones, desde las azoteas, entre tiestos de geranios, tendederos, exhaladores de vaho, chimeneas y antenas temblequeantes. 

  Subía Anne por las escaleras del segundo piso en dirección a su apartamento, cuando oyó un estrépito. Era el sonido de un teléfono de pared de esos de antaño de baquelita negra. Del apartamento de enfrente salió con prisas un chico moreno con el pelo mojado cubierto con un albornoz, que descolgando el auricular, interrogó al del otro lado sea quien fuese.

 –Por quién preguntas? –No, está en clase, llama más tarde, a partir de las siete. Está bien, se lo diré. 
Volvió a colgar y escribiendo algo sobre un papel, miró a Anne con curiosidad.
-Hola, me llamo Práxedes. ¿Vas a vivir aquí?
-Eso parece. Soy Anne. Encantada de conocerte.
-¿Necesitas ayuda?-preguntó al verla portando maletas y bultos con ambas manos.
-Gracias, pero ya he llegado. Según las señas este es mi apartamento. ¿Qué haces tú aquí?
-¡Ah! lo siento, como estaban las llaves colgadas de la cerradura, aproveché para darme un baño. Espero que no te haya importado ¡Lo echaba tanto de menos¡ El mío es el apartamento E del tercero, justo arriba. Tiene ducha y  un aseo  minúsculo, pero claro, eran cinco mil pesetas  más barato, lo que unas copas del finde.
-Dime una cosa, el teléfono también se comparte?
-Sí, pero sólo se pueden recibir llamadas- contestó señalando con un gesto  el candado que inmovilizaba los números.-Como está en el tramo más cercano a tu piso, a ti te va a tocar la peor parte. Los recados se escriben en esta libreta, así el destinatario interesado siempre estará al corriente de sus llamadas. Oye, a propósito del baño,  no te preocupes, te lo he dejado impecable. Bueno... ya nos veremos. -Y tomando una toalla que se había dejado en el interior del apartamento, guiñó un ojo con cierto desparpajo y desapareció al otro lado de las escaleras.
    
   Anne entró a trompicones en el apartamento. Necesitó de unos segundos para acostumbrar sus pupilas antes de percibir con claridad el interior, enceguecida de pronto, por la luz procedente del balcón. Llevaba horas sin comer. Miró alrededor. El salón era pequeño pero acogedor. La mayor parte de las cosas procedían de otra época; habían sido sometidas a un proceso de actualización, recicladas por una mano experta. Sólo los sillones y las láminas de metacrilato que colgaban de la pared, eran contemporáneos.
 La puerta de la izquierda abría al baño que parecía haber sido reformado por completo. Muy del gusto femenino. Sonrió Anne al recordar al vecino del tercer piso en su escaramuza clandestina. Los azulejos llegaban a media altura rematados con una cenefa de sinuosas ondulaciones a juego con el color malva del estuco que cubría la parte superior de la pared. El lavabo  de cerámica con estampados en los bordes, descansaba encastrado en un mueble de madera con dos puertas donde parecía haber sido olvidada una caja de cartón con la inscripción Kur-hapies ELDA MARCA INTERNACIONAL. El interior contenía unos zapatos de tacón de aguja de líneas clásicas cuya suela se mantenía apenas sin raspaduras. La bañera debía de ser adquisición de anticuario o quizás perteneciese a la casa desde tiempo inmemorial. Se conservaba casi impecable, con sus patas de  bronce rematadas en cabezas de animales indeterminados a modo de grifos mitológicos. Sobre ella una estantería transparente dejaba suspendido en el aire un tarrito de cristal vacío en forma de columna; en la serigrafía se leía: ROMA de Laura Biagiotti. De él debía proceder aquel  aroma que todo lo impregnaba como aquellas prendas durante mucho tiempo guardadas retienen extrañamente el olor de sus dueños. 
 La puerta colindante al baño daba acceso a un espacio presidido por una cama  de principios de siglo, de hierro y latón, y  un antiguo reclinatorio que debían de utilizar para dejar posar las prendas de vestir o al menos ese fue el uso en que pensó ella destinarlo nada más verlo. A través de las paredes se oían casi imperceptibles los sonidos estentóreos de un continuo tragar de tuberías.
     
     En la brisa de la tarde, a Anne el aire recalentado le llegaba como una reverberación  Miraba la extraña perspectiva  que desde el balcón del salón presentaban  las azoteas con sus losas de barro y el verdín enmoheciendo las paredes de aquellas casas centenarias cuyos cimientos se habían adaptado a los desniveles del suelo, acomodándose, como se acomoda un cuerpo en un mullido lecho. Entonces pensó, cómo las cosas inertes cuando envejecen parecen humanizarse con sus lepras, sus reumas y arteriosclerosis.
   Sentada en uno de los sillones color carmín, dejó reposar los brazos. Los párpados se le caían ensombreciendo el cuarto, hasta que lentamente la fue embargando una extraña laxitud. Sentía la suavidad de la chenilla sobre la piel, el aire perfumado, los pies hinchados aún por el trasiego del viaje. Un viandante desabrido  protestaba por la hora en que regaban las plantas arrastrando su retahíla alongada mientras se alejaba,  como madeja cada vez más disminuida al ser tirada de uno de sus extremos. De arriba llegaban vibraciones musicales, el rápido rasgueo de una guitarra, una dilación de notas que se pisaban unas a otras,  risas en el mes de mayo, el continuo renacer que evocaba el fluir del agua en una fuente. Sintió por primera vez la sensación de lejanía. Esa mezcla de libertad y excitación que provoca la curiosidad por lo exótico, que obliga a permanecer expectante ante lo inminente como algo valioso de ser recordado. 

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