Octubre
Desde hace días me atrae huir a las calles oscuras y húmedas, demorar mi regreso a casa y caminar por sus aceras metalizadas donde resbalan desvirtuadas las luces de las farolas. Oigo la ciudad a lo lejos como un bostezo interminable. Intento descifrar los sonidos de la noche, los furiosos ladridos al otro lado de las cancelas, herrumbrosos chirridos, voces amordazadas; anegar bajo la lluvia los pálidos pensamientos que inmovilizan imágenes. Respiro esa humedad del fango, del césped mojado, de la tierra donde brota la vida, y siento esa oquedad tan familiar. La amargura de una calle en sombra, desierta y vacía, donde sobrevivo como un habitante sonámbulo, cautivo por error en un sueño donde se cuentan las horas en un reloj de arena.
Es una de esas ocasiones en que la tristeza soterrada que me acompaña como un poso de gelatina, por alguna extraña causa se disuelve y asciende como la nata; entonces intento templarla, que enfríe, pero ya ha dejado su huella, su cerco. Y es de nuevo la lluvia la que cae sobre la tierra con lánguida pereza, intermitente y cansina.
Siento la impotencia que pesa, la sensación de andar a través de una vía donde cada uno de sus desvíos conduce a una cruz gamada. Un cielo raso en el que sin embargo palpitan estrellas languidecidas por las luces de una ciudad desahuciada. Entonces reaviva en mi interior el dulce amargor del que se recrea en sueños felices.
María Romo, Cartas a Mein Freund (fragmento).
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