En aquellos contados momentos de
mediana lucidez en que aún bajo su poder, Teresa relajaba la guardia, dejaba
fluir sus pensamientos densamente, como si las ideas sugeridas por su
subconsciente, le fuesen más bien cautamente susurradas. El resto del tiempo,
procuraba enmudecer mentalmente, y sobre todo, evitar cavilaciones de cierta
naturaleza en su presencia por temor a que fuesen por ella, intuidas o incluso
visionadas, poder éste, del cual poseía pruebas fehacientes. La observaba
entonces con detenimiento, y llegaba a vislumbrar tras sus poses de niña
ingenua, una doblez caprichosa y despiadada.
Si alguna vez contradecía sus insinuaciones con argumentos, se mostraba
silenciosa y sumisa, pero reacia a arrumacos y carantoñas, cuando no convertía
a su madre en confidente volcando en ella sus penas, indicios que interpretaba
como producto de una educación condicionada. Durante los días consecutivos lo
miraba tiernamente pero a distancia, infiltrando gradualmente sus pupilas en
las suyas hasta que él terminaba doblegando su voluntad movido por sentimientos
de compasión y culpabilidad.
Entonces y tras la seguida reconciliación, las feromonas volvían a
activarse y era de nuevo imantado entre sus piernas, atraído a ese frenesí de
locura y de muerte que lo sumía en una momentánea inconsciencia mientras
dispersaba en trocitos su alma y se vaciaba paulatinamente por dentro.
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