5 jul 2013

Agapito Estévez

       En aquellos contados momentos de mediana lucidez en que aún bajo su poder, Teresa relajaba la guardia, dejaba fluir sus pensamientos densamente, como si las ideas sugeridas por su subconsciente, le fuesen más bien cautamente susurradas. El resto del tiempo, procuraba enmudecer mentalmente, y sobre todo, evitar cavilaciones de cierta naturaleza en su presencia por temor a que fuesen por ella, intuidas o incluso visionadas, poder éste, del cual poseía pruebas fehacientes. La observaba entonces con detenimiento, y llegaba a vislumbrar tras sus poses de niña ingenua, una doblez  caprichosa y despiadada.
     Si alguna vez contradecía sus insinuaciones con argumentos, se mostraba silenciosa y sumisa, pero reacia a arrumacos y carantoñas, cuando no convertía a su madre en confidente volcando en ella sus penas, indicios que interpretaba como producto de una educación condicionada. Durante los días consecutivos lo miraba tiernamente pero a distancia, infiltrando gradualmente sus pupilas en las suyas hasta que él terminaba doblegando su voluntad movido por sentimientos de compasión y culpabilidad.   
    Entonces y tras la seguida reconciliación, las feromonas volvían a activarse y era de nuevo imantado entre sus piernas, atraído a ese frenesí de locura y de muerte que lo sumía en una momentánea inconsciencia mientras dispersaba en trocitos su alma y se vaciaba paulatinamente por dentro.    

María Romo, Juist, Agapito Estévez, p.96, Ediciones Consulcom, 2012.

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