4 jul 2013

Leyendo a Emily


      Uno de esos apesadumbrados días de otoño, en los que cuesta al ánimo ascender en medio de tantas nubes grises, un amigo inolvidable al que debo parte de mí, me tendió uno de sus libros, diciéndome en voz baja, como el que revela un secreto:
   -Léelo, me salvó la vida el día en el que desesperanzado, postrado en una habitación de hospital, vislumbré la muerte.
    No había transcurrido una semana, cuando lo hice retornar a sus manos acompañado de una misiva:

   Me ha gustado Emily Dickinson. El modo de percibir la realidad, sus imágenes y metáforas:
"...la ilusión que se abre y se cierra como los ojos de las muñecas de cera”.“Todas las cosas barridas por entero eso -es la inmensidad-"
    Me costó creer que hubiese sido un ser de este mundo. Aquella barruntada historia de un amor imposible, me pareció tan conmovedoramente anacrónica... Ella misma, un personaje fantasmagórico, irreal, sin mácula. Me la he imaginado desde entonces, tantas veces, toda alba levitando en silencio por los espacios de su casa, a la que estaría vinculada como alma en pena. Hasta la descripción de su voz ahogada y sin aliento refuerza la misma idea.      
Intuyo excesiva ingenuidad, vulnerabilidad y temor atroz al mundo exterior que explicarían su reclusión.
  Esta mujer no creó un universo literario paralelo que suplantase al real, sino que se confinó en el espacio que le era familiar y lo observó desde dentro, dilatado, con lentes nuevas. Su pequeño mundo le bastó.
   "La cotidianidad teje una telaraña ante los ojos que nos impide ver lo que de asombroso hay en el cada día" -llegó a decir más tarde el ultraísta Oliverio Girondo-. 
   Emily, ese espíritu conformista y resignado, vivió cada pequeño incidente diario como un acontecimiento histórico, lo nimio como algo trascendente. 
   La conciencia del paso del tiempo reflejado en las minuciosas descripciones  de las estaciones y su tránsito a través del estado de las flores de su jardín, de las mutaciones del paisaje circundante: 
 “Las colinas se quitan sus vestidos morados, y se visten de blanco, con camisones largos.” 
Y esa obsesión por la inmortalidad a la que parece querer anticiparse; la idea de la vida terrena como algo transitorio, un trance ineludible; la evanescencia que contempla en todo lo que la rodea; la profundidad y nobleza de sus sentimientos; esa mirada tan suya que cala tan hondo en todo lo que ama, tienen también no poco de místico.
   El mundo de  muchos otros fue más vasto que el suyo y sin embargo, miopes ellos, vieron menos.

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