Murasaki Shikibu, una mujer en el origen de la narrativa moderna
M. Romo
M. Romo
En el legendario País de las Reinas, el
Japón de la plácida era Heian, nació
hacia el año 1000, una niña de ojos negros llamada Murasaki Shikibu que hubiera
pasado por una más entre ilustres poetisas, si no hubiese sido la autora del Genji Monogatari, obra que ha sido por
algunos catalogada como la primera gran novela de la historia, seis siglos
antes de la aparición de Cervantes, a quien se le atribuye tradicionalmente en Occidente, la
creación de la novela moderna.
Por qué se desestimó durante tanto tiempo mencionar tal hallazgo, puede
explicarse en el contexto del Japón milenario, por el hecho de haber sido el
texto escrito en silabario Kana, una alternativa de fonetización utilizada por las mujeres para la escritura
culta, en contraposición a los caracteres logográficos chinos usados por
los hombres, además de por ser la ficción, considerada en aquella época, un
vano pasatiempo propio de mujeres y niños que el budismo despreciaba. Fue, no
la prosa, sino los waka dispersos en el relato, -poemas que aparecen en las
misivas que se remiten los amantes-, los que suscitaron posteriormente interés
por la obra, hasta el punto de convertirse en referentes literarios.
La
conciencia de la presencia de un tipo determinado de lector,-damas de la
corte- desde el momento previo a la escritura, inclina a la autora a decantarse
por la utilización del silabario kana, pero será su condición femenina la que
de forma innata, la lleve a usar un determinado estilo, a la elección de unos
temas, y al quehacer de una trama que discurrirá por sinuosos recovecos,
demorándose en apreciaciones psicológicas, dilatándose hasta aquietarse. Este
tipo de prosa, elegante, sobria, elusiva y pausada, en la que el mismo silencio se
vuelve elocuente, parece ser la nota dominante de la escritura femenina desde
tiempos inmemoriales. La parsimonia con la que se recrea en la belleza, en las
cosas más triviales en busca de
trascendencias, ese tiempo detenido donde el
pasado se diluye en el presente, sintoniza al
mismo tiempo con la natural tendencia oriental a la contemplación, la
meditación y la mesura. No es una invención proustiana como algunos han
impuesto.
La obra de Murasaki Shikibu cuenta la conmovedora historia de Genji, "el príncipe resplandeciente", prototipo de perfecto cortesano durante el reinado del Emperador Ichijô. En esta época pacificada, de gran esplendor cultural, el ideal de poder masculino y heroísmo belicista no formaron parte de la vida tal como sería en siglos posteriores. El perfecto cortesano de la era Heian, lejos de cumplir los preceptos renacentistas, “ de armas y de letras” según promulgaría Castiglione en el siglo XVI, fue un hombre de espíritu refinado y magnífico semblante, cultivador de las artes y altamente capacitado para reconocer y valorar la belleza. Esa condición del protagonista, especialmente dotado para las artes, no para la guerra, lo predispone al amor y la seducción, un arte más que necesita aprendizaje. De ese modo, a lo largo de sus numerosas conquistas, Genji experimentará la pasión más arrebatadora, pero también la desolación en su alma. Existe una inclinación hedonista (carpe diem) que hace al héroe vulnerable, susceptible de captar el instante, no desaprovechar ninguna ocasión que el destino le brinde para beber el escaso néctar del placer, aspirar el aroma de una flor, despertar los encantos que aún siendo secretos en una dama, se le vislumbran inspiradores, reveladores en sus formas más sutiles de manifestación.
“Porque aquellos que mueren dejando deseos irrealizados llevan la carga de un mal karma en su vida por llegar.”(p.79)
Es recurrente el papel que desempeñan los
elementos decorativos, cómplices en muchos casos de furtivos encuentros y desencuentros, al mismo
tiempo que se tornan en veladores, solapados creadores de sugerentes sombras
que aportan un halo de misterio a la escena. Biombos, postigos, cortinas, abanicos,
corredores en penumbra, se convierten en aderezos indispensables de un
escenario por el que transitan cortesanos, personajes embozados, sirvientas
discretas, ancianas nodrizas, doncellas que se esconden tras las glicinas de sus
alcobas. La misma naturaleza, simbiosis del estado de ánimo del protagonista, muestra toda
su languidez y al unísono su belleza con una profusión de flores y aves; la delicadeza de las formas, los movimientos mesurados, evocación todo ello, de
un tiempo fugitivo que se pretende retener en vano y que termina fluyendo
pausado, del mismo modo que la lluvia desciende mansamente impregnando de rocío
las flores de yamabuki, esparciendo su aroma al rumor del viento. La obra se
convierte de esa forma, en una encantadora fábula de un tiempo idealizado
perdido para siempre en los confines
seculares.
Será sin
embargo, ese mismo tiempo el que ensombrezca paulatinamente el exuberante optimismo
del héroe, propio de la arrogante juventud, al tomar conciencia de su
inexorable fluir, de la progresiva pérdida y del dolor. La transformación del
héroe, su sino malhadado leído en las estrellas cierto día por un astrólogo
extranjero, el tono de melancolía en el
que se sume el relato, tienen no obstante, un trasfondo romántico. Los
personajes a veces se encuentran zarandeados por fuerzas poderosas, no son
dueños del todo de su destino.
Podría
ser, por otra parte, el príncipe Genji antecedente del Don Juan hispánico o del Taugenicht
alemán de Eichendorff,
o incluso del Casanova italiano como
algunos han aventurado, comparaciones todas ellas, que no dejan de parecerme
desacertadas por las divergencias de tono y de connotaciones culturales. Genji
pertenece a una sociedad poligámica. Quizás por ello, el protagonista se sienta vinculado de por vida a las mujeres que en
algún momento llegó a amar, preocupándose de su bienestar y protección; establece con
ellas una especie de compromiso regido, más que por leyes del cielo, por un
sentido del honor, nacido en el corazón de los hombres.
Frente a la épica, vertiginoso acontecer de
lances y proezas bélicas, uno de los orígenes de la narrativa occidental,
el romance de Gengi, se halla más cercano a las narraciones sentimentales y la
novela de aventuras, a lo que se suman ecos de literatura oral y atisbos de
novela psicológica. Es a la vez una crónica del esplendor de la sociedad de una
época. Algunos fragmentos incorporan al mismo tiempo, elementos que serán
típicos de los tratados medievales y renacentistas de inspiración árabe. Sirva
de ejemplo la diatriba dialéctica entre Gengi y Uma no Kami, controversia
seguida por To no Chujo, sobre el tema de la perfecta dama, en el que se
debaten entre otros asuntos, cómo preservarse de ciertas damas que no son lo
que parecen, bien por ostentar una encantadora reticencia, mostrarse excesivamente
impresionables u exponer sus sentimientos de forma audaz. Lo insólito del
discurso, es que las disquisiciones y
consejos que intercambian los distintos personajes masculinos, son en última instancia, escritos por una mujer con la finalidad, no
solo de deleitar, sino de aleccionar a sus iguales.
Algunas
de sus ideas podrían ser parangonables a
aquellas otras que otorgaron laureles de
modernidad a los textos cervantinos, los cuales juzgaban, ser las obras las que
ensalzaban a los hombres, no el abolengo o la heráldica. Murasaki Shikibu, ya reivindicaba entonces la valía del talento
natural por encima del rancio linaje.
La autora, tampoco pierde oportunidad para denunciar, aunque tímidamente, la precaria situación de la mujer de su época, cuya voluntad permanecía subyugada, su libertad acotada, por muy doradas que fuesen las rejas de su morada.
Aquella viuda de ojos tristes que amenizaba las tardes palaciegas de un grupo de
mujeres cortesanas, con la narración de sus relatos, no llegaría a vislumbrar
el relevante papel que desempeñaría en las letras. Ni siquiera lo hicieron sus
coetáneos. La autora, tampoco pierde oportunidad para denunciar, aunque tímidamente, la precaria situación de la mujer de su época, cuya voluntad permanecía subyugada, su libertad acotada, por muy doradas que fuesen las rejas de su morada.
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