18 feb 2014

DOS APUNTES DE WASHINGTON IRVIN

                                                                                                             M. Romo

“Hay momentos en que el espíritu, propicio para la meditación, se sustrae naturalmente al tumulto y busca algún sitio solitario para abandonarse a sus delirios y construir, tranquilamente, sus castillos en el aire.”
    
     Empieza así Mutabilidad de la literatura, uno de los apuntes literarios del hispanófilo Washington Irvin, en el que, a modo de relato fantástico, identificado el autor con el personaje principal, se narra la conversación mantenida con un libro antiguo hallado en una biblioteca. 
       Se compadecía el in quarto, por hallarse sepultado bajo el peso de los siglos, despojado de esa inmortalidad en otro tiempo ensalzada, tornada efímera ante la indiferencia del mundo. Intuía su interlocutor ya entonces, el desapego de las nuevas generaciones que apremian por amortajar a sus viejos autores, ignorando la sabiduría de éstos, tan lenta y arduamente asimilada, transmitida y finalmente arrumbada en el desván de las cosas caducas, invalidada ante la renovación de los tiempos. Denuncia con ello, la mortalidad de los clásicos, de los que el mundo parece vengarse por haberles despertado la conciencia y obligado a imaginar paraísos inalcanzables.
     
   Reflexionaba el autor sobre las variaciones del lenguaje, considerándolas una sabia precaución de la providencia, pues así  como la naturaleza selecciona y sustituye a sus especies, una ley similar debía aplicarse a  las obras, sin la cual, “la potencia creadora del genio invadiría al mundo y el espíritu se perdería en el inmenso laberinto de la literatura.” Preconizaba entonces, que en la posteridad, la sola variación del lenguaje no sería suficiente para paliar la invasión de libros. Ciertamente, pues si hoy viviese el autor, sería espectador de cómo el laberinto ha dado paso a una selva de inextricable espesura donde apenas es posible hallar la especie única, el texto que el tiempo encumbre. Ante la inabarcable profusión de obras, la dificultad de vislumbrar en la caterva, al genio, al visionario.
     Como aquel in quarto antiguo que rememoraba pasadas glorias y se lamentaba de la ausencia de lector contemporáneo, cuántas buenas obras permanecerán en la sombra durante el tiempo en el que han sido escritas por ausencia de lectores que prefieran lo anodino y lo superfluo, quebradizas construcciones sujetas a las mudanzas del tiempo y a los caprichos de la moda.
    
    La gran mayoría de escritores que creen haber suplantado a los grandes autores antiguos, pronto verán dónde les lleva sus ínfulas cuando las tinieblas los envuelvan y ningún sabio considere digno dedicar esfuerzo alguno en dilucidar su sentido por exiguo y vacuo. 
   
  Se prefiere el ruido al silencio, el tumulto a la soledad bien avenida, amiga de revelaciones. La nueva humanidad busca formas más sofisticadas de acallar la conciencia, paliativos a la desidia y al hastío cuando no se apropia del legado de nuestros ancestros tergiversando sus significados, tornando ambiguo sus sentidos, contribuyendo a la ampliación de la gran biblioteca de Babel que tan magistralmente describió Borges. 
    Cada lector que seleccione lo que le sea provechoso pero, ¿acaso tiene capacidad de dilucidarlo? La crítica apenas ejerce su poda y autores dignos de forjar su inmortalidad, se ven eclipsados ante tanta proliferación de malas hierbas y viñas trepadoras -como los llamaba Irvin-  que medran a su amparo.
   
    Continúa el autor embistiendo contra los malos autores en El Arte de hacer un libro, historia en la que el personaje narrador traspasa furtivamente la simulada puerta de un recinto, y haciendo uso de buenas dosis de ironía y humor, va desvelando paulatinamente al lector, al mismo tiempo que él mismo descubriendo, el procedimiento del que hacen gala algunos escritores para crear sus obras y cómo aquellos extintos, caídos en el olvido, son “las fuentes secretas donde autores modernos fecundan la esterilidad de su imaginación”, y tomando de uno y de otro, componen una amalgama heterogénea, sino pastiche, de efectivo resultado comercial. En esta inmensa biblioteca de Babel, ímproba tarea se vislumbra, la exégesis de un libro.
    
        Remite de nuevo a la naturaleza para explicar este fenómeno: “Del mismo modo que los pájaros transportan sus simientes de un clima a otro, perpetuando y dispersando sus beneficios, los pensamientos sublimes de los viejos autores son hurtados y luego reproducidos al día por este enjambre de plagiarios, dando después de un largo espacio de tiempo, nuevos frutos, y haciendo surgir del capullo flores nuevas”.
   Se pregunta con cierta indulgencia, si ese espíritu de plagio no será “un medio empleado por la providencia para que los gérmenes de la sabiduría y la instrucción se conserven de edad en edad a pesar de la inevitable destrucción de las obras donde nacieron”
  ¿Qué dirían sin embargo, aquellos egregios autores si viesen sus obras diseccionadas, mutiladas o injertados sus fragmentos en otros, despojados del alma que su artífice había otorgado a su obra? ¿Acaso no se reconcomerían por ver tergiversadas sus palabras, reducida toda enjundia elocutiva a un breve extracto, implantado el filón de un pensamiento excelso y claro en una oscura gruta de ampulosas elucubraciones?


        Muchas reflexiones abordadas entonces por Washington Irvin podrían tener continuidad en algunos relatos de Borges y se me antoja, que dada la condición de ávido lector de dicho autor y la fama de su antecesor, no debió ignorar el argentino la obra del estadounidense. En tal caso, podríamos ejemplificar con ambos el concepto de imitatio versus plagio, y si bien Borges habla también de laberintos y de la mencionada biblioteca de Babel en El jardín de senderos que se bifurcan, así como trata la recepción de la obra literaria en Pierre Menard autor del Quijote, muy lejos de copiar a su predecesor, enriquece y amplía sus temas, los cuales difieren sobremanera en exposición y estilo. Porque, ¿no es el hombre el mismo aunque varíen sus circunstancias? ¿No es la misma tierra la que sustenta sus inquietudes? Cuanto más profundas sean sus raíces, más grosor podrá adquirir el árbol que emane de ella y más jugosos serán sus frutos. 


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