21 abr 2014

Carmen Laforet desde la sombra

                                                                                                 M. Romo
      
         En las novelas cortas de Carmen Laforet aparece todo un repertorio de beatas, indigentes, familias numerosas que viven estrecheces, burgueses empobrecidos, universitarias que terminan siendo laboriosas madres de familia, piadosas y grises avaras, huerfanitos a lo Dickens, más cercanas al realismo, más hispanizadas. Pudorosos en los pensamientos, sus personajes femeninos conocían el autosacrificio como algo congénito. Mujeres de cara lavada, primorosas y hacendosas como las abuelas de la posguerra, de trajes intemporales o pasados de moda.
       Son historias que se desarrollan en edificios con balcones enrejados y fachadas blancas ennegrecidas por los humos y los gases, en hospicios, en casas de vecinos, en apartamentos densificados por metro cuadrado.
       
      ¿Por qué apenas trataban los manuales de entonces a Laforet, autora que ganó el premio Nadal por su novela Nada en 1944, cuando se estudiaba reiteradamente, año tras año, a Sánchez Ferlosio, Sender, o Cela? Era de presumir que reciente la transición, no hubiese despuntado aún la crítica feminista. Y ahora, ¿por qué sigue sin leerse? Vestigios de una época quizás… ¿A quién le interesan las lúgubres historias de una autora extinta que tratan de la posguerra? -Más con la proliferación de bestseller que circulan, cuyos protagonistas se embarcan en  aventuras  menos manidas –me dirían-
      
      Laforet sitúa sus historias en los años de la posguerra. ¿Cómo nos pueden complacer hoy esas historias? Nuestra generación se ha vuelto más egoísta, y los nuevos hijos de la opulencia, desconocen el significado de palabras que heredamos de nuestros padres y que tanto platicaron nuestros abuelos. Sus protagonistas son mujeres atípicas en las que en muchos casos se produce una transformación tras adoptar la decisión de cambiar sus vidas. Son excéntricas, locas, soñadoras, rebeldes e inconformistas. 
   
       Retrata magistralmente Carmen Laforet, el conflicto entre el idealismo y la realidad, la bondad humana, el sacrificio, la integridad moral, la solidaridad, el valor de la amistad, la generosidad, el saber asumir las consecuencias de nuestros actos. No elude criticar la espiritualidad mal entendida, la falsa beatería de otros seres, esta vez opacos, de cierta tradición literaria –recuérdese las obras del mismo Galdós- de los cuales quedan hoy vestigios transmutados: usureras, solteras o viudas, mujeres que sienten una morbosa delectación por martirizarse con la precariedad innecesaria, prestidigitadoras de la moralina que flagelan sus ansias y encriptan sus vidas pensando en aquella otra que les aguarda. Siempre apenadas por las desdichas sin nombre cuando bien se muestran miopes con las más allegadas, aquéllas que con un simple gesto podrían remediar. ¡Es tan fácil apiadarse de lo remoto y sentir indiferencia o justificar la indigencia vecina sin hacer amago alguno por paliarla! Y para acallar la conciencia, la tarde del sábado, a celebrar el rito de la eucaristía de donde salen inmaculadas, embravecidas, crecidas en soberbia.  

       Era la forma típica de hipocresía que adoptó una época, pero hoy día, ¿acaso no han prosperado otras muchas? Tantas, que nos desorientan y descorazonan. Basta con saber mirar con las lentes apropiadas y dilucidar la mentira que a menudo nos circunda, mucho más sofisticada en envolturas, más depravada. La sociedad retratada por Carmen Laforet se me antoja entonces, ingenua, hasta ilusa.
    





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