22 mar 2015

VEINTICUATRO HORAS DE LA VIDA DE UNA MUJER

                                                                                                M. Romo


       Revela Stefan Sweig un gran conocimiento de las pasiones humanas y una capacidad para la impostura, sólo otorgada a las grandes plumas, en esta novela marcadamente psicológica, donde el autor, como en muchas otras de sus novelas, dejó de ser el mismo para adentrarse en el alma de sus personajes. En este caso, una mujer obsesionada por un incidente transcurrido en el pasado.

El modo en que se plantea la historia, suscita desde las primeras líneas el interés del lector, ávido en todo momento por conocer los detalles del suceso que alteró la apacible rutina  de una pequeña pensión de la Riviera francesa, espacio tradicionalmente idóneo para hacer desatar pasiones fortuitas. La desaparición de Madame Henriette, esposa de un comerciante, origina en un primer momento, inquietud. Más tarde, a raíz del descubrimiento de una carta en la que anuncia su partida con un joven al que apenas había conocido horas previas a su marcha, los contertulios de la pequeña pensión se enzarzan en una fuerte reyerta que divide en dos bandos de opiniones antagónicas al grupo de huéspedes. Solamente la voz del narrador,  testigo directo del  suceso y participante activo en la trifulca, se erige en su defensa, y ya sea llevado por un afán de ejercicio dialéctico o por deferencia a Madame Henriette, se empecina en atenuar su falta. La anciana Mistress C. rompe su habitual contención mostrando inusitado interés ante los argumentos esgrimidos por el que califica tal acto de valiente, y viendo en él al idóneo confidente, persuadida por un tácito deseo de confesión, se aventura a citarlo en la intimidad para narrarle una historia de asunto similar acontecida veinte años antes. Empieza de ese modo, el relato de un episodio de su vida que había silenciado hasta entonces.

    La estratagema ideada por el autor para dar sensación de veracidad a los hechos, denota  una gran pericia narrativa. La defensa del caso de Madame  Henriette, tendrá como consecuencia la confesión privada de la dama innominada que se esfuerza por dar explicación justificada a su falta, cuyos pormenores, llega a conocer el lector a través de la transcripción final de los hechos por parte de su interlocutor. Será el narrador, confidente de la dama en ese momento, y por tanto, único sabedor de su secreto, el que traicione años después su confianza haciendo público su relato a través de su escritura, convirtiendo de ese modo en veraz, la premisa de que cualquier acto compartido confidencialmente, es finalmente susceptible de ser divulgado. La novela en sí es la prueba de esa traición, traición que pretende dirimir por el tiempo transcurrido y por la referencia a los artífices de la historia a través de meras iniciales, eludiendo con ello sus nombres. 
  
 Recurso similar a éste de cajas chinas, donde una historia subsidiaria lleva inserta otra, es utilizado en Una partida de ajedrez. En esta novela, el asunto inicial se presenta igualmente como marco del relato principal. Del mismo modo, un personaje secundario que retarda su aparición, desplaza para sí el foco de atención, convirtiéndose en principal protagonista de la historia, relatada mismamente en primera persona, reiterándose igualmente el salto a una secuencia temporal pretérita. El suceso narrado proyecta luz sobre el asunto en el que versa el discurso asentado en el presente.  En Una partida de ajedrez, no es el juicio discrepante de uno de los contertulios el que abre la posibilidad a la narración, sino la incursión de un misterioso personaje dentro de un grupo de aficionados que habían desafiado al unísono a un afamado ajedrecista, el que da pie a la segunda historia. El intruso, que se manifiesta digno contrincante del experimentado ajedrecista consiguiendo la victoria para el grupo, da relación detallada en privado al narrador, de las circunstancias del pasado que le  llevaron a adquirir su peculiar destreza y del peligro que para su salud conlleva revivir tal experiencia. 
Centrándonos en Veinticuatro horas de la vida de una mujer, el discurso donde la protagonista se explaya en su confesión, alterna no pocos y elocuentes silencios que van marcando el tránsito entre los distintos capítulos en los que va descubriendo, en un proceso cercano al psicoanálisis, partes oscuras de su alma que habían sido veladas inconscientemente,  sentimientos que el tiempo trató en vano de desterrar y que al ser revividos en la distancia, emergen con la clarividencia propia del distanciamiento y la madurez que los muchos años  le otorgan.

            
       La novela abre el debate a un tema crucial que versa sobre la pasión femenina. ¿Qué alberga el pensamiento de una mujer que disfruta aparentemente de una vida plena para hacerla virar drásticamente por derroteros tan imprevistos e inciertos, actuando de esa manera, tan desconcertante para el resto? Los representantes de esa burguesía contra la que carga subrepticiamente  el narrador, sienten ante esa conducta amenazados sus sólidos principios y no encuentran otra explicación al desvarío perpetrado, que la liviana naturaleza de Madame Henriette y coinciden en su denostación. A la morigerada burguesía de la época, preocupada exclusivamente de la apariencia, le estaba vedado planteamientos de índole distintos a los por ellos establecidos. Qué insípida y vacía debía ser la vida de una mujer a la que se le exigía el cumplimiento de preceptos y normas de conducta, sumisión y contención; qué insufrible la morosidad cotidiana para que prenda en ella la llama de una pasión tal, que desde el principio y por su naturaleza está abocada al fracaso. Esa especie de inconformismo o valentía como la califica el narrador, entraña un deseo tácito de sentirse viva fuera de esa sociedad acartonada de olor a naftalina que anula sus instintos; un afán por ahuyentar el vacío, el sopor; supone la cristalización de una apremiante necesidad de cambio, a sabiendas o no de un destino incierto, y todo ello, con la certeza  del consecuente estigma que su acción conlleva.

 La transgresión por parte de la mujer, del orden social impuesto, es un rasgo reiterado en la literatura del XIX. Mme Bovary, Ana Karenina o la misma Ana Ozores de La Regenta se convierten en auténticas heroínas por perseguir sus propios deseos en vez de sucumbir a la inercia de perpetuar los ajenos. Esta transgresión imaginaria permite un escape total en la lectura, de ahí la fascinación que este tipo de personajes provoca en el lector. Lejos del moderno constructo de la imagen femenina, la sociedad burguesa había erigido el hogar como el recinto exclusivo de la mujer. Esta domesticidad, la recluía en la esfera privada, y la condenaba a la inacción más lacerante. La mujer burguesa llegó de ese modo, a representar el arquetipo de la feminidad. Mary Wollstonecraft, madre de Mary Shelly, se anticipó a su época condenando ya por entonces, la educación que se daba a las mujeres porque deformaba sus valores con “nociones equivocadas de la excelencia femenina”. En este contexto, el tema de las relaciones ilícitas, fue usado frecuentemente en la literatura como paradigma de crítica social. Stefan Sweig, empezado el siglo XX, se sintió igualmente atraído por los amores prohibidos, convirtiéndolo en uno de los temas más recurrentes de sus novelas.

En el primer caso expuesto por el narrador, el lector desconoce los motivos que impulsaron tal conducta. Madame Henriette estaba casada, disfrutaba de una vida aparentemente plena. El abandono del hogar tiene repercusión pública. El caso relatado retrospectivamente en primera persona es bien distinto, pues el incidente fue silenciado durante años por la protagonista, que  en su momento, a lo sumo, pudo manifestar ante los ojos ajenos, atisbos de desequilibrio psíquico. Pese a la brevedad de la relación establecida, toda la vida de Mistress C. parece haber girado en torno a esas veinticuatro horas, quizás más intensamente vividas que el resto de su existencia.  En el momento del encuentro, hacía tiempo que había enviudado y sin embargo, de su comportamiento se infiere que subyace en ella un sentimiento de culpa congénita propia de la sociedad que representa. A través de su relato, llegamos a conocer paso a paso, cómo una acuciante sospecha de peligro, verificada posteriormente en el desenlace, la impulsa a tomar la iniciativa y presentarse ante el joven con la intención de salvarlo; cómo se ve abocada finalmente a pasar la noche junto a él; la paulatina evolución desde su inicial y distante admiración, al miedo ante su atrevimiento, compasión hacia su precaria situación, deseos de redimirle del vicio que lo ha conducido a la desesperación y lo ha llevado irremisiblemente a barruntar la idea del suicidio como solución, hasta finalmente evidenciarse en ella el despertar de una pasión aletargada.  Sólo un alma indolente en idénticas circunstancias hubiese actuado de forma diferente. Ahora bien, aquella repentina resolución de tomar la iniciativa, abandonar su posición social y huir con un desconocido mucho más joven que ella para mantenerlo y auxiliarle, puede ser interpretado como un perentorio intento de superar el sentimiento de nulidad de una mujer, sumida en un tedio existencial, que ve truncada su posibilidad de amar y ser amada, de hacer virar su vida por derroteros bien distintos a los vislumbrados en su posición, a la que en definitiva, no satisface el restringido papel que la sociedad le impone.

 La descripción de ambas damas por parte del narrador es altamente elocuente. “Madame Henriette, fina, exquisita, siempre muy retraída” paseaba constantemente por el jardín mientras su marido jugaba al dominó. 

Mistress C., la anciana y distinguida dama inglesa, era la presidenta de honor, tácitamente elegida, de nuestra mesa. Sentada en su sitio, erguido el cuerpo, siempre alegre y cordial con todos, siempre silenciosa y al mismo tiempo dispuesta a escuchar con deferente interés, ofrecía un aspecto físico sumamente agradable; una maravillosa paz y recogimiento se reflejaba en su exterior aristocráticamente reservado.

Muchas mujeres de la opulenta sociedad burguesa debieron de sufrir de tedio, de aburrimiento, de melancolía de reminiscencias románticas o del  bien llamado ennui  decadentista. No pudiendo soportar la mediocridad, pasan su vida en busca de algo excepcional. ¿No es acaso este sentimiento exclusivo de almas próceres? Giacomo Leopardi, uno de los más insignes poetas románticos, escribió al respecto:

El aburrimiento es, en cierto modo, el más sublime de los sentimientos humanos. No es que yo crea que del examen de tal sentimiento nazcan aquellas consecuencias que muchos filósofos han extraído de él; sin embargo, el no poder estar satisfecho de ninguna cosa terrena, ni, por así decirlo, de la tierra entera; el considerar la incalculable amplitud del espacio, el número y la mole maravillosa de los mundos, y encontrar que todo es poco y pequeño para la capacidad del propio ánimo; imaginarse el número de mundos infinitos, y el universo infinito, y sentir que nuestro ánimo y nuestros deseos son aún mayores que el mismo universo, y siempre acusar a las cosas de su insuficiencia y de su nulidad, y, padecer necesidades y vacío, y, aún así, aburrimiento, me parece el mayor signo de grandeza y de nobleza que se pueda ver en la naturaleza humana. Por eso el tedio es poco conocido por los hombres de escasa importancia y poquísimo o nada por los otros animales.
                                                      

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