Azuela puede adjudicarse con derecho, el
mérito de ser el primer novelista en denunciar la traición de los ideales
revolucionarios y a los caudillos que no cumplían con los principios por los
que habían batallado, inaugurando así una tendencia que secundarían otros
escritores.76 La crítica de La luciérnaga en este sentido,
es especialmente exacerbada, razón por la cual, fue advertido de la escasa
probabilidad de que su obra se difundiese en el México de los años 30.77 El contexto histórico es
crucial para su correcta interpretación, porque bajo el embozo de
ficcionalidad, se vislumbra la escéptica visión de un hombre que batalló en sus
inicios por cambiar la situación de su país, inmerso en una contienda, y que
indagó seguidamente en la diagnosis del fracaso. La acción se desarrolla, por
tanto, en un tiempo y un espacio para nada ajeno ni indiferente al autor. Si su
condición de médico le inclina a retratar la realidad con objetividad
científica, favorecida por la cercanía de los ambientes que describe, su
pertenencia a una clase determinada, su propia experiencia revolucionaria,
formación e ideología, erosionan la imparcialidad propugnada. Todo ello hace
que su discurso en ocasiones, parezca marcadamente tendencioso.
El panorama de la vida mexicana de esos años, se presenta sombrío en un
trasfondo político poco esperanzador. La novela cuestiona acremente los
supuestos logros de la Revolución en un periodo en el que se pretende su
institucionalización. Históricamente caracterizada por sucesivas aniquilaciones
de caudillos, la etapa abarcada en la novela, va desde el gobierno de Carranza,
hasta 1926, año funesto, que señala el inicio de la rebelión de los cristeros
durante el periodo presidencial de Plutarco Elías Calles. Azuela lleva por
tanto la redacción de esta sátira, a la máxima actualización histórica
coincidiendo con la fecha en que concluye la obra.
La constitución de 1917 impulsada por Venustiano Carranza, recogía muchos
ideales de los primeros revolucionarios, entre ellos, la libre manifestación de
ideas, la educación gratuita y obligatoria, la distribución de tierras y
conquistas sindicales, principios que en la práctica, fueron traicionados o
cayeron en el olvido. Al mismo tiempo, era eminentemente anticlerical, pues
despojaba de los bienes a la iglesia, prohibía el culto fuera de los locales
cerrados, restringía el papel del clero en los trabajos sociales y en la
enseñanza. Las sucesivas protestas de los católicos, obligaron al gobierno a
renunciar a la aplicación de estas leyes. La situación cambió de forma radical
bajo la presidencia de Calles. Su gobierno no admite concesiones. Calles impone
un orden, una doctrina, cuyos significados y valores se fundamentan
supuestamente en los principios revolucionarios. Para llevar a cabo su proyecto
no importará los medios utilizados, sino sus fines. Se exige, por tanto, más
que “lealtad” a los ideales de la Revolución, el servilismo más abyecto. La
educación se reemplaza por una doctrina que perpetra una única forma de pensar
y de actuar.78 En consecuencia, se impondrá
la mediocridad y el paulatino empobrecimiento cultural. El resultado, en
definitiva, distará mucho de las reivindicaciones de los primeros
revolucionarios y de los postulados de la Constitución de 1917.
Para contextualizar este momento histórico, en La luciérnaga, aparece
toda una serie de personajes pertenecientes a distintos sectores: militar,
político, jurídico, burocrático e incluso educativo; piezas del engranaje de un
sistema donde impera la corrupción institucionalizada. La Generala,
representante del primero, se apresura en enriquecerse antes de que el poder
cambie de bando. Sortea las exigencias legales cometiendo todo tipo de
infracciones, confiada en la impunidad de su cargo. Se mencionan también
algunos casos de arribistas que se unen a las facciones triunfadoras al margen
de sus ideas, aún siendo contrarias o careciendo de ellas, o de burócratas que
medran alrededor del Estado. En la memoria de Azuela prevalecería la tienda de
abarrotes de su padre alternativamente abacería y cantina. Su recuerdo y
experiencia familiar le permiten establecer comparaciones con el nuevo sistema
fiscal impuesto por el gobierno de Calles, el cual juzga excesivo e injusto. La
burocracia, como aparato diseñado por el estado, frena cualquier emprendimiento.
El pueblo incauto, vulnerable a la acción de los otros, se encuentra maniatado.
El engranaje político no deja otra salida que la complicidad de los corruptos.
Al margen de ellos es difícil la supervivencia, imposible la prosperidad. Según
la visión de Azuela, la necesidad vuelve a los seres infames. En la misma
fallida organización de la sociedad anida el germen que corrompe a los hombres,
compelidos a actuar fuera de la ley para sobrevivir. Los miembros de la
justicia, muestran del mismo modo su inoperancia al evidenciarse el crimen sin
castigo tan reiterado en las novelas de Azuela.79 En otros casos, se evidencia, no la inserción
social de expresidiarios, sino su readaptación al crimen organizado. En cuanto
a la educación impartida por el sistema, la novela lleva implícita igualmente
una crítica a los docentes, “maestros topos e irresponsables”80 que crean expectativas de
talentos inexistentes, motivo, que reiterará en obras sucesivas. Si en la
provincia resultaba asequible aunque los medios insuficientes, en la ciudad, su
acceso se problematiza por cuestiones no sólo burocráticas, sino
prioritariamente económicas, dejando patente de ese modo, las contradicciones
del programa político del gobierno, la falacia de los discursos políticos.
En las argumentaciones ideológicas, o en las disertaciones mentales de los
personajes, las palabras se someten a un proceso de perversión; el bien y el
mal son conceptos difusos gracias a un relativismo que dificulta su
discriminación, cuando no incurren en el autoengaño o la simulación: “El hombre
honrado ha de controlar a cada instante su bella imagen. Que robe, que viole,
que mate; pero que tales actos, como malos actos, no caigan bajo el dominio de
los demás, para que no moleste ni el remordimiento más insignificante” (LL,
189).
La Revolución genera un auténtico cataclismo social donde los distintos
estratos intercambian sus papeles. Surge una nueva burguesía que se nutre de
las capas bajas de la ciudad, al mismo tiempo que la antigua se empobrece.
Estos advenedizos contribuyen a la implantación de un nuevo sistema, donde
ciertos valores, considerados cruciales por el autor, para la regeneración de
la nación, como la educación y el sostenimiento de la unidad familiar, son obviados.
El éxito no viene anticipado de esfuerzo y tesón, sino de falta de escrúpulos,
simulación, oportunismo e incluso crimen y violencia, favorecidos por conductas
amorales. Para acallar cualquier vestigio de conciencia o superar el hastío y
la frustración, se recurre a las drogas y al alcohol. De ese modo, proliferan
la prostitución, el alcoholismo y la delincuencia, consideradas por el autor,
como graves enfermedades de la vida capitalina. La fisonomía de los barrios
bajos, de la atmósfera de la ciudad descrita por Azuela, es de una sordidez
premonitoria:
Describe las miserias de una ciudad, pero llegó a incluso a vislumbrar las
catástrofes que muy pronto se avecinarían. No sólo mostraba las traiciones de
los políticos y los ascensos de los oportunistas sino el crecimiento y el
desorden desmedido de los barrios bajos, dueños de cantinas, drogadictos,
hampones.81
Tampoco exime de
crítica a la provincia, caracterizando a sus gentes de fanáticos religiosos,
pobres de espíritu, hipócritas que llegan a regodearse con las desgracias
ajenas, seres oscuros que desperdician sus vidas con vista al paraíso bíblico.
Azuela se inmiscuye en numerosas ocasiones en la narración dejando entrever
su opinión:87 ”El pueblo, por ejemplo,
manda al Seminario un vendedor de cebollas; el seminario le devuelve un
conductor de marranos.”(LL, 178) Los integrantes de la iglesia vienen a ser
seres lacrimosos que pregonan la sumisión, el doblegamiento ante el poderoso,
la resignación. Sus prosélitos, una piara que reniega de la limpieza del cuerpo
por conservar inmaculada el alma: “Lo bello se odia por sistema. El sol, la
juventud, la alegría misma son pecados.” (LL, 173) En todo caso, la religión
aparece vinculada a la decencia; esa decencia que queda entredicha desde el uso
tipográfico, cuando el mismo autor la hace imprimir en cursiva o cuando utiliza
entrecomillado para dar constancia de la ironía al hablar de los hombres de
“mucha conciencia. (LL, 186)
Y sin embargo, a pesar de ser Azuela un hombre anticlerical al tiempo que
librepensador, enemigo de sectarios y liberal individualista,82 en la diatriba
emprendida contra el estamento religioso, lejos de situarse en el bando
contrario, deja evidente su independencia cuando al mencionar la guerra de los
cristeros no elude su opinión: “Y cuando comenzó la persecución religiosa más
imbécil de este siglo…” (LL, 190) El mencionado conflicto, surge durante la
presidencia de Calles. Como reacción ante las acciones de su gobierno, la
iglesia convocó una huelga durante la cual se suspendieron las misas. El cierre
de los templos y el aumento de arrestos de miembros del clero, encendió la
brecha del enfrentamiento armado. Los católicos se organizaron y emprendieron
su particular Guerra Santa. Tras el levantamiento, el gobierno, adoptó medidas
más drásticas. Los curas fueron perseguidos, obligados a cerrar sus parroquias
y a afincarse dentro de las ciudades. En esta postura desmedida y radical
emprendida por el gobierno, algunos han llegado a vislumbrar la influencia de
la masonería mexicana, infiltrada en todos los ámbitos de la sociedad, ya sea
políticos, administrativos, o culturales, que desde la independencia había
mostrado su oposición a la Iglesia católica, que por ser la religión dominante,
era considerada opresiva. Según ellos, el hombre, como ser racional, no
requería ayuda sobrenatural para cumplir sus objetivos. La religión era una
cuestión personal e interna y debía por tanto mantenerse separada del Estado.
Los diputados liberales fueron tradicionalmente clasificados como francmasones,
luteranos, demonios y jacobinos,83 término éste último, que
aparece en varias ocasiones en la novela. No obstante, estas ideas no eran
exclusivas de la masonería, aunque resulta ser un factor más de confluencia que
hay que valorar en relación con las corrientes intelectuales y filosóficas de
la época. Con estos antecedentes, los personajes principales de la novela, con
sus respectivas monomanías, ofrecen elementos susceptibles de interpretación
histórica: José María con su fanática obsesión bíblica y Dionisio deslumbrado
por los progresos de la ciencia, metonímicamente representan, a los dos bandos
históricamente enfrentados, protagonistas ambos, del fratricidio perpetrado a
raíz de la Cristiada.
Luis Leal ya señaló que la percepción de la realidad por parte de Azuela
se halla condicionada por su profesión médica. Siguiendo este precepto, observa
la sociedad, a su juicio enferma, con ojo clínico, con el fin de diagnosticar
los males que le atañen: simulación, codicia, arribismo, vicio y lujuria, y al
evidenciarlos, sentar las bases para que la misma sociedad pueda paliarlos. No
sólo se dedica a diagnosticar padecimientos individuales, ya sean mentales o
físicos, sino que su examen alcanza a la colectividad, por lo que disecciona a
todo estamento, clase o gremio. La revolución convulsionó a la sociedad
mexicana, la desestabilizó no sólo estructuralmente invirtiendo el orden
social, sino que generó la proliferación de una serie de comportamientos
anómicos que en La luciérnaga, son diagnosticados, como indicios de
enajenaciones mentales. Las sacudidas políticas han producido muchas
monomanías. No hay época social que no esté señalada al menos por una de
ellas.84 La suya se caracterizó por un irracional fervor religioso que llegó a
su máxima expresión en el estallido de la revolución cristera donde el pueblo
más adocenado e ignorante fue al mismo tiempo el más perjudicado. Al otro
bando, Azuela vislumbra un mundo regido por un materialismo exacerbado,
obsesionado por la ciencia y el dinero, síndrome de los nuevos tiempos. La
imagen del mundo al revés viene anticipada por el destrozo del camión 1234, que
incorpora la tetraktys pitagórica como símbolo de la totalidad, esta vez
invertida. La modernidad muestra así sus contradicciones. Los valores del
pasado pierden su relevancia y el autor no puede dejar de manifestar su
escepticismo ante los años venideros.
Si todo hombre se encuentra condicionado por su época, lo único que puede
salvarlo del determinismo, es el viaje a la autoconciencia, el conocimiento de
sus limitaciones, la búsqueda del propio equilibrio, la conquista de la
dignidad, tradicionalmente vinculada al concepto del honor, tan maltrecho en
los tiempos modernos. Si seguimos el itinerario vital de los personajes de
Azuela, éstos sólo logran dignificarse a través de la educación y el trabajo.85 En La luciérnaga será
Conchita el único personaje que emprenda este camino. En ella subyace la
ideología del autor que enfatiza sobre el papel de la mujer como elemento de
cohesión familiar, otorgándole un papel preponderante en la transmisión de
valores morales, imprescindibles para posibilitar el futuro cambio social. El
simbólico viaje por ella realizado, es algo más que un retorno a su tierra. Será
en el espacio de Cieneguilla, donde se lleve a cabo su definitiva
transformación, encontrando finalmente a través de la introspección, la luz que
ilumine su camino. En consecuencia, retomará la misión que le corresponde como
esposa y madre, pero ya no volverá a ser la misma mujer abnegada y vulnerable.
Su espíritu se ha curtido. Ha aprendido de sus errores. Azuela le confiere al
personaje, a pesar de sus limitaciones, la posibilidad de decidir. Su propio
fuero interno será el que le proporcione la clave de su destino. La actitud de
Azuela no es derrotista. Aboga por el inconformismo, incitando a realizar la
utopía de transformar el espíritu de la humanidad. Se hace necesario batallar,
abrirse camino en medio de la adversidad, la esperanza a un mundo nuevo.
(Fragmento del TFM presentado en la Universidad Complutense de Madrid por María R. Romo Rodríguez)
76 Leal, 1989, p.859.
77 Torres de la Rosa, 2011, p.51.
78 Díaz Arciniega, 1985, pp.492-500.
79 Díaz Arciniega y
Luna Cháves, 2009, p.233.
80 Azuela, 1974, p.199
81 Azuela, Arturo,
2002, p. 57
82 Azuela, Arturo, 2002, p.72.
83 Frahm, 1992, pp.73-92. 88
84 Esquirol, 1847, vol. I, p.156.
85 Díaz Arciniega y Luna
Chavéz, 2009, p.105
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